«Con Rosa Chacel en la mesa camilla» en Lecturas sumergidas 29 de octubre de 2014 – Publicado en: Autores Clásicos – Etiquetas: , ,

Florinda Salinas reflexiona en este magnífico artículo sobre la autora vallisoletana y rememora aquella entrevista que le hizo en torno a la mesa camilla de su domicilio. De la niña de Valladolid que devoraba libros a la mujer que se vio obligada a abandonar España en 1940. De los ricos paisajes interiores de sus personajes a la amistad con Ortega y Gasset o el cuestionamento de que realmente exista una literatura femenina. He aquí algunos de los retazos para conocer algo mejor a esta narradora clave del siglo XX.

«Cuando en 1984 entrevisté a Rosa Chacel para Telva, la publicación en la que yo trabajaba, ella era una de las grandes escritoras del exilio. Su regreso, en los años 70, pilló a la vida literaria española un poco descolocada. La novela se centraba todavía en los temas sociales y la obra de Rosa, que giraba en torno a la orteguiana “deshumanización del arte” no era candidata a convertirse en best-seller por aquel entonces. Yo no era una periodista experta en literatura, pero me daba la impresión de que todos aquellos escritores que regresaban del exilio impuesto por la dictadura franquista, volvían a sufrir otro particular desplazamiento a su llegada. Y aunque les arroparon muchos jóvenes literatos y profesores de universidad con su apoyo y amistad,  las cosas no siempre eran fáciles para ellos.

Chacel se había visto obligada a  abandonar España en 1940 junto a su marido el pintor Timoteo Pérez Rubio y su hijo Carlos. Residió en París, Rio de Janeiro y Buenos Aires y en ningún momento cejó en su creación literaria. Antes de entrevistarla devoré sus dos tomos de diarios, Alcancía Ida Alcancía Vuelta, editados por Seix Barral (me narró sus enojadísimas discusiones con Pere Gimferrer por las erratas que siempre se colaban en sus libros). En los diarios se transparentaba la malla de su vida, esos avatares que ella denominaba “el cocidito de cada día”. “Mis dificultades siempre han sido económicas. Por suerte nunca me han faltado editores”, me dijo. Chacel mantenía en todo momento una exigencia descarnada frente a su obra y un espíritu crítico indomable.  De niña su educación había ido por libre: ”Yo, de pequeña, era muy nerviosa, soñaba mucho y me pasaba el día leyendo. Nunca fui al colegio, así que lo que sabía me lo enseñaron mis padres. Bueno, fui un par de meses a las carmelitas, al lado de casa, en Valladolid, pero el médico me dijo que lo dejara. Así que me quedé en casa, donde mi madre me tomaba la lección a diario y me hacía estudiar. Con ella me inicié en el francés, en música, en todo. Y mi padre me enseñó a dibujar”. Qué tiempos aquellos, en los que a las niñas imaginativas y despiertas los médicos les prescribían permanecer en casa tranquilas. Lo cierto es que la niña de Valladolid, devoradora de libros,  en palabras de Clarice Lispector, tenía “en la punta del lápiz, el trazo. En la punta del pié, el salto”. (Cuentos reunidos. Siruela).

Desde que descubrí su novela Barrio de Maravillas (Seix Barral), esta escritora de la Generación del 27 me atrapó sin remedio. Me pareció tan deslumbrante su monólogo interior, ese alegato que enfrenta a la niña protagonista al mundo y a sí misma mientras su madre le lava el pelo con huevo crudo, hace recados en la farmacia o sube y baja de los tranvías del Paseo del Prado. La niña indómita se enreda en disquisiciones sobre los leves chasquidos de su existencia, pero también se deslumbra con la luz que recorre escaleras, muebles, loza, paredes desconchadas. Gracias a este libro rescaté las imágenes borradas de mi primera infancia: la huevería con las cestas de alambre, el ultramarinos de luz aceitosa, la pastelería de grecas pompeyanas y la atmósfera espesa de la lechería con sus tinajas de zinc. Chacel me llevó hacia mi vida párvula en el barrio sevillano de la Alfalfa, fresco y palpitante, y, sobre todo, me descubrió un modo de expresión complejo, donde el tiempo que cuenta es el tiempo interior, al modo de Faulkner o de Joyce. La niña que promete contar a su madre “sólo lo que ella puede entender”, que ve tréboles en los desconchados de la pared junto a su cama, o se lava por las mañanas en una palangana, me redescubría mi infancia y, sobre todo, me regalaba un secreto: el tiempo es maleable, se estira o se encoge según tu mirada resbala sobre las cosas. Y Rosa Chacel era una maga de la mirada….»